jueves, 18 de febrero de 2010


El mayor error que los humanos cometemos es creer en la eternidad. Por eso, cuando las cosas se acaban y, sobre todo, si lo hacen de forma repentina e inesperada tendemos a dramatizar, viviendo incrédulos aquel momento que nunca esperaríamos que llegara.

Por diversas razones la noticia de la muerte de Mcqueen llegó a mí cuatro días después de que sucediese y en un primer momento lo único que pude hacer era no creerlo. Me era imposible aceptar la idea de que alguien que estaba presente en mi rutina diaria, que inspiraba cada dibujo o diseño que nacía en mi cabeza y, sobre todo, que se convirtió en el principal responsable del camino que tomó mi vida hubiera desaparecido.


Pero la idea que más me atormentó era pensar que nunca más volvería a sorprenderme. A partir de ahora tendría que conformarme con desfiles equilibrados, prendas armónicamente construidas y mujeres encorsetadas dentro de los cánones estilísticos que rigen la sociedad. Nadie volvería a removerme por dentro, a demostrarme que la belleza más fastuosa y las sombras más oscuras e inquietantes pueden ir juntas, de la mano. Que un desfile puede perfectamente recrear un perverso mundo interior, que lucha por salir hacia el exterior y ser mostrado. Que puede alcanzarse el triunfo huyendo de lo establecido.


Para Mcqueen, y como para otros tantos genios a los que admiro, la vida tenía un sentido secundario. Pesaban más los sentimientos, las emociones y el corazón que permanecer formando parte de algo que ya no tenía sentido. Creo que Lee Mcqueen supo dar una lección a los que opinan que en moda está ya todo inventado. Tal vez, a partir de ahora, así sea.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué bonito lo que has escrito, Ana. Después de haber leído varias reacciones predecibles por blogs puedo decir que la tuya es de lejos la más bonita y la más sincera.

Deberías actualizar más, me encanta tu blog!


Claudia